miércoles, 18 de junio de 2008

"La Odisea" ( pero no la de Ulises... )

(Fotografía: mi abuelo José de la Cruz Acuña Navarrete, en uniforme de telegrafista de la Empresa de Ferrocarriles del Estado)

En una visita que mi hermano efectuó unos meses atrás al hogar de mis padres, mi anciano papá - hemipléjico y postrado en cama - le contó su triste peripecia para lograr llegar a tiempo al funeral de su padre, acaecido en el mes de julio del año 1955. Tuvo que viajar desde la costera ciudad de Lebu (Provincia de Arauco, Chile) hasta la ciudad de Temuco a unos doscientos sesenta kilómetros al sur este, lugar en donde residía nuestro fallecido abuelo.

Transcribo el texto de esa historia, el que mi hermano escribió y me envió, siendo éste su primer aporte para la historia familiar que me encuentro escribiendo.

PEQUEÑA ODISEA.

Relato de boca de Ramón Orlando Acuña Aguilera - nuestro papá/marido/suegro/abuelito/tío -, referente al fallecimiento de su padre don José de La Cruz Acuña Navarrete…

Cuando murió mi papá, un amigo del “Pepe” - mi hermano menor-, me avisó por teléfono a la pensión “Los Álamos”, en Lebu. Yo vivía ahí - trabajaba en la Empresa de Ferrocarriles del Estado, y era ayudante de maquinista-. La dueña de la pensión se llamaba Rosario. Ella tenía tres o cuatro hijas: la Rosa, la “Luca” (así le decían), y las otras... no me acuerdo. Tenía hijos hombres también, dos o tres.
Ferrocarriles estaba en huelga, así es que me fui en una ambulancia a Curanilahue. Primero había salido en el auto de mi amigo el doctor Santa María, y lo manejaba su chofer personal, que también era mi amigo: se llamaba José Fuentes. El auto falló por pérdida de aceite, y tuvimos que volver a Lebu. Habíamos quedado en la cuesta, y de ahí nos devolvimos “a la vela”, porque son puras bajadas. Como dije antes, me enviaron de Lebu a Curanilahue en una ambulancia. Desde Curanilahue viajé a Concepción en el tren de la Carbonífera, y, desde ahí, en bus hasta la cancha de Hualpencillo (aeródromo). Me dijeron que el piloto vivía en el Barrio Universitario. Preguntando llegué a su casa y me dijo: “Espéreme en la cancha mañana, porque tengo que llevar unos encargos a la isla Santa María”. Así fue. Pasé la noche en Concepción, había un viento tremendo. Tuvimos que sacar al avión del hangar empujándolo: el piloto, una señorita, un caballero y yo. Cuando despegó el avión, tomó altura y se sacudía con el viento… “¡¡puchacay!!”. El piloto no pasó a la isla Santa María, por el viento. El pasaje era barato. En Temuco el piloto pasó de largo al Sur. Dimos varias vueltas, y, por las nubes, no se veía la ciudad. Más tarde el viento despejó las nubes y pudimos aterrizar en Maquehue (aeródromo). Allí conseguí un teléfono para pedir un taxi. Cuando llegó, le dije al chofer que me llevara a la ciudad al funeral de mi padre. Dijo, “Súbase no más, yo lo llevo. No sabe cuánto lo siento.”- mi padre aquí llora -. Llegamos a la casa, en San Martín número 0344, y el taxista no quiso cobrarme. Me vio alguien, no me acuerdo quien, y me dijo: “Ya se fueron”. Cuando llegué al cementerio, ya lo habían sepultado. Me encontré con Hernán, mi hermano mayor. Me quedé no sé cuantos días con él; después la huelga se terminó, y pude volver.“

Mapa mostrando las principales ciudades indicadas en el relato

Éste es el relato fiel de boca de nuestro papá Ramón Acuña Aguilera, referente a la travesía que vivió él para poder llegar al funeral de nuestro abuelo, quien había fallecido el 01 de Julio del año 1955, en Temuco.

Se debe tener en cuenta que las condiciones en que se vivía en ese entonces, difieren en gran manera de las que gozamos hoy. Los autos eran lentos, las carreteras eran de tierra y ripio, los buses eran incómodos y lentos. Ni hablar de los tiempos de espera, entre itinerarios de los diferentes medios de transporte y sus respectivos tiempos de desplazamiento. La avioneta mencionada, debe haber sido forrada en tela, quizás doble ala, y sin navegadores electrónicos. Esas frágiles aeronaves debían sufrir los inconvenientes de los fuertes vientos y la falta de canchas de aterrizaje disponibles, para emergencias.

Me motiva escribir esta historia la admiración a esa gente, que vivió en aquella época en la que cada viaje era una verdadera aventura, de la que no se sabía si se llegaría a destino o no. Muchas veces nos abrumamos cuando no logramos lo que queremos en forma fácil, y nos molestamos por que nos cuesta encontrar nuestra “felicidad”. Incluso, cuando llamamos a alguien por celular y éste no nos contesta, nos molesta. Gozamos de un privilegio en esta época y no nos damos cuenta de ello.

Tomemos, pues, esta historia imaginándola como nuestra, ¿cómo la enfrentaríamos ahora?... ¡¡Que fácil es vivir hoy!!.

Notas:

  • Distancia desde Lebu a Temuco: 260 Kilómetros, aproximadamente.
  • Tiempo de viaje actual: aproximadamente 3 horas. Ramón Orlando Acuña Aguilera tardó algo más de 24 horas.

Iván A. Acuña Hernández”

martes, 17 de junio de 2008

Una ya lejana madrugada de primavera...

Una experiencia acontecida aproximadamente en el año 1980. Mi hermano Iván relata su vivencia, presenciando el trabajo de nuestro padre.

(Fotografías: cortesía de http://vidadetrenes.blogspot.com)

"Una madrugada de primavera, día de semana, creo que tenía que ir a clases pero….no fui…

Me despertó mi papá Ramón muy temprano, y preguntó: ¿quieres ir conmigo a Puerto Montt?.Entre despierto y dormido le dije que bueno, a lo cual él exclamó, “¡Ya!, Apúrate”.

Yo tenía como 14 o 15 años.

Nos fuimos a la estación de Osorno. Mi viejo era en ese entonces Inspector de Tracción de Ferrocarriles del Estado de Chile, por lo que tenía que ver con los accidentes del ferrocarril de la zona sur. El “pescante” estaba esperándonos en el patio de la casa de máquinas y de ahí partimos hacia la estación de Osorno donde paramos breves minutos para después iniciar el viaje de 2 horas y media aproximadamente a Pto. Montt.

Al llegar nos encaminamos a las cercanías de la estación de dicha ciudad, para que mi viejo viera lo ocurrido. Estaban varios trabajadores en el lugar esperando, también había otros “cascos blancos”. Mientras mi papá observaba y tomaba medidas con una cinta de medir y apuntaba en un informe, el “pescante” se situó para levantar el carro que se encontraba tumbado al lado de la línea. El “boggie” se había desprendido y los durmientes estaban rotos (desmenuzados). Mi viejo le hizo una seña a uno de los personajes de casco y éste le hizo señas a la vez al operador del “pescante”. Todos esperaban la orden de mi papá para levantar al “accidentado”. Le pregunté, ¿por qué pasó esto papi?, a lo cual me respondió en forma un tanto seca, “los durmientes están todos podridos”.

Un pescante en acción

Hoy, al tener ya casi 42 años, entiendo del porqué de la quiebra de Ferrocarriles del Estado. La historia del comienzo de esta ruina del sistema, se remonta a muchos años antes de este pequeño suceso.

Un pescante trasladando un "boggie" a la vía férrea

Vimos la operación desde cerca. El “pescante” levantó como una pluma el coche y lo situó arriba del boggie, que ya estaba en posición. Los “viejos” lo situaron con cuidado encima y hacían señas de dirección con los dedos al operador. Todo terminó muy rápido; creo que nos demoramos cuatro veces más en llegar al lugar que lo que demoró la maniobra. Fuimos a una oficina de la estación a dejar una copia del informe y nos retiramos a la casa de máquinas, pero primero almorzamos una cazuela de ave en el “hogar ferroviario”. Estaba muy reconstituyente y sabrosa. Estos ferroviarios saben de sufrimiento pero también saben de lo bueno.

Casi no reposamos. El almuerzo me quedó a medio camino cuando nos levantamos y nos dirigimos a la casa de máquinas. Allí pasamos a una oficina donde mi papá preguntó al encargado: ¿Hay alguna máquina para recepcionar?, a lo que le respondieron: “una diesel 6000”. Pidió un papel, que no recuerdo como se llamaba, pero tenía varias copias de distintos colores y mi viejo puso calcos entre ellas. Creo que el documento se llamaba algo así como “Autorización de Movilización”. Salimos ahí hacia donde estaba estacionada… Nos acompañó rápidamente un “palanquero”, el cual dispuso la tornamesa para salir. Nos subimos a esta mole que, para mí en ese entonces aún, era gigantesca y fría. Me dijo “enciéndela tú”, a lo cual sonreí nervioso y dije “¿cómo?”. No le tenía miedo, siempre me gustaron las máquinas. Había una hilera de unos 15 interruptores, como los automáticos de la casa, de color negro; los subí todos. Había también un selector grande que decía: “paro”, “marcha”, “vacío”. Me indicó, “ponlo en vacío”, “ahora aprieta el botón verde de marcha, hasta que parta”. Ese ha sido uno de los momentos que, quizás, no olvide jamás. Sentir la puesta en marcha de un tremendo motor diesel de unos 3000 hp, y la vibración que genera, no es nada comparado con encender un auto, qué decir del ruido infernal. “Suéltalo”, me dijo, “Ya partió”. Se sentó al mando, por supuesto, y esperamos un par de minutos para que cargara aire para los frenos. “Sujétate bien”, me dijo, tras lo cual procedí a afirmarme de una asa del lado del acompañante. Salimos muy suave y, una vez sobre la tornamesa, nos giraron en dirección al Norte. Salimos del patio a baja velocidad, pero una vez tomada la línea principal, mi papá aceleró con todo. Pasó todos los cambios rápidamente, porque una locomotora de esa potencia sin carga acelera fácilmente, pero el viaje fue casi traumático porque se zamarreaba con tal fuerza que pensé por un minuto que podíamos descarrilar. El ruido metálico dentro de la cabina era ensordecedor. Dentro del compartimiento había unas tapas metálicas que cubren algunos sistemas de la locomotora. Éstas, con el zangoloteo, se habrían y cerraban dando portazos y, como son de acero, hay que imaginar el ruido. Parecía fin de mundo.

Íbamos muy rápido, creo que a unos 100 por hora. Le pregunté a gritos “¿A cuánto vamos?...”. Respondió, indicando un reloj análogo, “a noventa no más, pero da ciento veinte”. No creo que soportara eso. En seguida disminuyó la marcha, aplicando frenos de aire. ¡Horrible! Las orejas me zumbaron del ruido del escape que estaba, parece, dentro de la cabina. Anduvimos unos 7 kilómetros. Puso la marcha reversa y aplicó todas las velocidades, pero ¡¡hacia atrás!!, ¡¡Peor!!.... Daba más miedo, porque ir de espaldas no es muy natural que digamos. Entramos al patio, donde dejó estacionada la locomotora, y tuve el pequeño honor de apagarla. Puse el selector grande en paro y presioné el botón rojo hasta que se detuvo, y bajé los automáticos. Fuimos a dejar los papeles con el visto bueno que le dio, guardándose una copia rosada y nos fuimos a pie hasta el “pescante” y descansamos. Él se sentó a escribir algo. Más tarde emprendimos el retorno, viajando en el “furgón” o “la casita”, como le llamábamos con mis hermanos. Llegamos a nuestra casa de noche."

Un furgón "casita"